Richard Zubelzu (Director de Cine): «El fraude del ego: Directores que venden humo y destruyen el cine»

«Menos impostores que manipulen y más personas que trabajen con honestidad, belleza y humanidad» 

Vivimos tiempos extraños en la industria audiovisual. En un ecosistema donde las apariencias valen más que la sustancia, proliferan los directores cuyo mayor talento no es contar historias, sino venderse a sí mismos como si fueran genios incomprendidos. Y lo peor no es que existan: lo grave es que las productoras compran el discurso.
Son arrogantes, inseguros y huecos. No tienen sensibilidad artística ni respeto por la belleza. No hay oficio, no hay escucha, no hay mirada. Solo hay un ego del tamaño de una grúa de cine que intenta compensar, a base de imposición y manipulación, su evidente falta de talento. Viven de la pose, del eslogan, del «soy un autor» sin serlo. Han aprendido que lo importante no es saber dirigir, sino convencer a quienes dan el dinero de que saben hacerlo.

La labia como estrategia

La mayoría de estos personajes comparte una habilidad: la labia. Manejan el discurso como un arma. Llenan sus presentaciones de términos en boga: “deconstrucción del lenguaje narrativo”, “poética visual subversiva”, “discurso identitario no lineal”, y otras fórmulas que suenan profundas pero no dicen nada. Hablan con seguridad de lo que no comprenden, y logran que los demás duden de su propia lucidez.
En las reuniones con productores, seducen. En las entrevistas, se venden como visionarios. Pero en el set, cuando hay que rodar, solo siembran caos, inseguridad y frustración.

Equipos rotos, rodajes caóticos

La verdadera medida de un director no está en su discurso, sino en cómo lidera un rodaje. El cine es trabajo en equipo. Requiere empatía, claridad, humildad y profesionalidad. Estos falsos genios carecen de todo eso. Dan instrucciones contradictorias, desprecian a los técnicos, cambian decisiones sobre la marcha sin criterio, y —sobre todo— provocan un ambiente tóxico.   Su inseguridad los lleva a ejercer un control tiránico. No escuchan sugerencias, no aceptan errores, no reconocen sus limitaciones. Y cuando las cosas fallan (porque inevitablemente fallan), culpan a los demás. El director de fotografía, el montador, el guionista, todos son prescindibles. El único indispensable, creen ellos, es su yo inflado por la vanidad.

El verdadero talento queda al margen

Lo más doloroso es que, mientras estos vendedores de humo acaparan presupuestos, muchos verdaderos creadores —con mirada propia, sensibilidad y oficio— quedan relegados. Directores que han trabajado años su lenguaje, que tienen historias profundas que contar, que respetan el medio y a su gente, se ven sin apoyo porque no tienen el don de la manipulación.   El sistema premia la impostura. Prefiere un perfil «interesante» que un cineasta coherente. Se deja llevar por lo que brilla, aunque sea una carcasa vacía. Se financian películas con estéticas pretenciosas y discursos impostados, mientras proyectos honestos y sólidos se quedan fuera por no cumplir con los caprichos de la moda.

El espejismo de la autoría

Durante mucho tiempo, el cine ha ensalzado la figura del autor como un maestro artesano. Y sí, existen autores brillantes que han cambiado el lenguaje cinematográfico. Pero el término se ha devaluado. Hoy cualquiera que tenga una estética ruidosa y una actitud distante puede autoproclamarse «autor». No importa si el contenido es pobre, incoherente o directamente incomprensible. Lo que importa es parecer interesante.   Esta falsa autoría se convierte en escudo. Sirve para justificar errores de guión como “ruptura de la estructura”, actuaciones forzadas como “expresión de la alienación” o planos sin sentido como “experimentación formal”. Se pierde el contacto con el espectador, con la emoción, con la historia. Y se sustituye por un juego de apariencias que solo busca impactar sin conmover.

¿Dónde está la responsabilidad?

Aquí es donde el sistema entero debe hacer autocrítica. Las productoras que se dejan seducir por el envoltorio y no evalúan el fondo. Las escuelas de cine que forman egos antes que cineastas. Y, por supuesto, la crítica complaciente, que no se atreve a señalar el vacío cuando se disfraza de genialidad.
El resultado es un ecosistema donde el talento real debe disfrazarse para sobrevivir, mientras los que no tienen nada que decir hablan más alto que nadie. Se confunde capricho con creatividad. Narcisismo con genio.

Recuperar el cine como arte colectivo

El cine necesita menos ídolos de barro y más artesanos del alma. Menos directores que griten y más que escuchen. Menos impostores que manipulen y más personas que trabajen con honestidad, belleza y humanidad.   Es urgente devolver valor al trabajo bien hecho, a la sensibilidad, al lenguaje visual pensado, al equipo respetado. Apostar por proyectos que no solo tengan buena prensa, sino una buena base. Y, sobre todo, dejar de financiar a quienes solo saben hablar bonito, pero no saben contar una historia.  Porque el cine no necesita más egos. Necesita más verdad.

Autor: Richard Zubelzu  / Director de Cine

Scroll al inicio