«El problema no es solo el sueldo desproporcionado de estos cargos, sino su total desconexión con la experiencia real de crear»
En el mundo de la cultura, uno pensaría que quienes ocupan cargos públicos estarían entre los primeros en valorar la creación artística. Al fin y al cabo, administran presupuestos destinados a fomentar la cultura, a apoyar a artistas, a sostener el tejido creativo de una sociedad. Sin embargo, la realidad suele ser otra: muchos de esos cargos están ocupados por personas que jamás han creado nada, que no entienden el esfuerzo, la angustia y la dedicación que conlleva hacer arte, y que, paradójicamente, desprecian pagar por ello.
Es una escena repetida hasta la náusea: un gestor cultural que cobra un salario alto, muchas veces blindado, da discursos sobre el valor de la cultura, inaugura exposiciones o festivales, pero a la hora de contratar artistas, pretende que trabajen «por visibilidad», «por amor al arte» o con presupuestos ridículos. Lo más indignante es que estas exigencias no nacen de la pobreza —porque ellos sí cobran generosamente— sino de una mentalidad profundamente clasista y despectiva hacia el trabajo creativo.
El problema no es solo el sueldo desproporcionado de estos cargos —que en muchos casos no han llegado ahí por mérito sino por contactos políticos o favores—, sino su total desconexión con la experiencia real de crear. No han compuesto una canción, montado una obra, ni escrito una sola línea original que haya tenido que competir por atención o recursos. Pero desde sus despachos pretenden establecer qué es arte, cuánto vale, y quién lo merece.
Así, el artista se convierte en el último eslabón de la cadena cultural, cuando debería ser el primero. Sin el creador, no hay nada: ni exposiciones, ni conciertos, ni libros, ni festivales. Y sin embargo, es el creador quien menos cobra, quien más tarde cobra, o a quien directamente se le niega una retribución digna.
«Es urgente replantear el sistema cultural público»
Mientras tanto, los sueldos de estos cargos se justifican con vaguedades sobre «coordinación», «gestión», «difusión cultural», como si esas tareas no pudieran ser ejercidas por gente que realmente conoce el valor del arte porque lo ha vivido desde dentro. Pero claro, si los puestos se reparten a dedo, lo último que importa es la experiencia real.
Es urgente replantear el sistema cultural público. Se necesita transparencia en la contratación, meritocracia en los nombramientos y, sobre todo, un reconocimiento efectivo del valor del trabajo artístico. No basta con palabras bonitas en planes estratégicos ni con promesas electorales. Hay que pagar por el arte como se paga por cualquier otro trabajo especializado. Y hay que empezar por poner en esos cargos a personas que entiendan, desde la experiencia y no solo desde el discurso, lo que cuesta crear.
Porque si la cultura es tan valiosa como se dice, entonces sus creadores deben dejar de ser los parientes pobres del sistema. Y quienes dirigen la política cultural, deberían ser los primeros en demostrarlo con hechos.